Caprichosos, pero libres

Tras decenios de conquistas democráticas, el ciudadano es hoy tan libre que se tiene que imaginar grilletes alrededor del cuello para tranquilizar su conciencia. Si me apuran, hasta eso me parece bien porque cada uno se puede ceñir la garganta con lo que quiera: collares, grilletes y hasta yugos si eso le complace. Lo malo es cuando un grupo de consumidores pretende imponer a otro un comportamiento o casi siempre, el contrario. Lo que en un momento es una pauta social aceptada, e incluso constituye la actitud dominante entre la ciudadanía, desciende peldaño tras peldaño por la escalera del rechazo elitista, y es después presentado ante el resto como un comportamiento inaceptable y que debe ser prohibido. En otro tiempo a esto se le llamaba puritanismo. Hoy se le llama corrección.  

Se pide la prohibición de las corridas de toros y de los circos con fieras en cautividad, justo lo que se pide para los fumadores y el consumo de tabaco. Se exige tolerancia “0” para la presencia de alcohol en la sangre de los conductores de coches, y se hace lobby contra la circulación de sobrios en domingo en ciertas áreas, sea de motoristas en el monte o de automovilistas en el centro. Se pide que cierren los bares a ciertas horas, y que se ponga  bajo control a las empresas de comida rápida por negligencia en la presunta cría y engorde de niños y adolescentes, y por el contrario, que se castigue a las marcas de moda por presentar un prototipo de “cuerpo” al que se achaca la pandemia de desórdenes alimentarios que padece un sector de la ciudadanía. Se prohíbe la apertura de unos detallistas, o se establecen controles de precio, unas veces hacia arriba, y otras hacia abajo.

Las cartas de los lectores en los medios impresos son exponente del afán prohibicionista de los propios ciudadanos y presentan un hecho preocupante: rara vez se pide que se reconozcan nuevas libertadas porque mayoritariamente se pide que se prohíban las existentes.

El problema es que las actitudes, las convicciones y los comportamientos de los consumidores son todo menos firmes. La semana pasada una amiga norteamericana me explicaba que la batalla contra la llamada “comida basura” está sufriendo un revés importante en aquel país. En EEUU hay un problema serio de obesidad, y un estereotipo de estadounidense obeso casi más grave que la realidad. Lo cierto es que la presión de grupos vocales contra la comida basura ha sido clave en que la industria de la comida rápida haya respondido, frecuentemente, con ingredientes más sanos, menús más bajos en calorías, o raciones menos copiosas.

De hecho, el “low carb” (bajo en hidratos de carbono) y el “low fat” (bajo en grasas) se han convertido en anexos a cualquier oferta alimentaria en ese país. Pero casi con el mismo celo con el que los consumidores se volcaron a contabilizar calorías, comprarse cada libro con una nueva dieta o conectarse a cada sitio en la red que prescribía nuevas torturas para perder peso, en un nuevo movimiento pendular en sentido contrario, están volviendo en masa a los menús más insanos y los restaurantes que los ofrecen. Hardee´s, una cadena de fast food, ofrece la Monster Thickburger, que, con 1420 calorías deja a la Bronto-hamburguesa de los Picapiedra en un canapé ridículo. Burger King acaba de introducir su Sándwich de Tortilla de 750 calorías y Ben & Jerry ha aumentado la circunferencia del cucurucho para que quepa más helado. Casi cada cadena ha reforzado su oferta con estos torpedos anti-dietéticos. ¿Por qué? En primer lugar porque cuando alguien va a comer mal va precisamente a eso, no a comer poco. Un reciente estudio en USToday señalaba que “comida sabrosa” es importante para 98% de los consumidores, mientras que “comida sana” lo es para 69,1%. Si a lo que opinan añadimos lo que hacen, el mismo artículo señala que en Burger King, por cada ensalada se venden 10 Woppers, y por cada hamburguesa vegetal, 100. En segundo lugar, escuchar a los militantes de la dieta sana pero aburrida le ha costado a la industria caer en una anorexia financiera que no se ha podido permitir por mucho tiempo. En aquellas cadenas que introducen los productos que el prohibicionismo había puesto en la picota, las ventas aumentan. Podríamos decir que alarmantemente.

Al final, dirán ustedes, es de sentido común. ¿Salimos a comer fuera porque es bueno para la salud o por todo lo contrario?  Cuesta mucho tiempo y dinero convertir a un ser humano en ciudadano, y a un ciudadano en consumidor. Cuando se consigue es muchas veces porque se ha dado respuesta a necesidades que aquel ni sabe expresar y frecuentemente ni están relacionadas con su comportamiento explícito y observable.  Prohibir es mucho más fácil que educar, pero como el ejemplo de la comida rápida en EEUU no habría servido para nada.  Para el ciudadano, la mayor derrota no consiste en no erradicar el comportamiento súbitamente incorrecto a los ojos de los demás, sino verse obligado a aceptar otra reducción del perímetro de sus libertades individuales.

En nuestro país, en respuesta a ese clamor anti comida basura se quiere prohibir la venta en máquinas vending cerca de los colegios de pasteles, snacks y algunas bebidas. A este paso, también se acabarán prohibiendo las tiendas de chuches, que no se sitúan en otro lugar que cerca de las escuelas. A Willie Sutton, un multi-reincidente atracador de bancos le preguntó el policía que le detuvo en 1933 por qué sólo atracaba bancos. “Porque es donde está el dinero”, contestó el malhechor. Prohibir no puede ser la solución, porque el comportamiento que hoy se rechaza es exactamente el que se buscará mañana. Pasa siempre.

 

Artículo de José Luis Nueno publicado en El Periódico, el día 29 de Mayo de 2005

Descargar PDF: Caprichosos pero libres

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

*