Con permiso, televidente

Cuando hace 15 años yo empezaba mi carrera como conferenciante en el campo del marketing, incluía entre uno de mis tópicos aquello de que “el consumidor es rey”. La verdad es que  a continuación casi siempre renegaba de esa falsa atribución: era muy escéptico de que eso fuera así, y de hecho, lo decía sin saber por qué. Quizá si era libre, en el sentido de que puede hacer lo que quiera, pero para ser soberano hay que hacer que también lo hagan otros.

Desde hace 3 años, he coronado definitivamente al consumidor. En realidad este ha sido entronado por la tecnología, que le ha dado más y más atractivas alternativas para optar por el destino de sus decisiones.

La tecnología le ha apoderado en el qué, el dónde, el cúanto y el cuándo de sus actos orientados al consumo.  El “qué” alude a en qué gastamos. Nuestras preferencias de compra se están desplazando desde aquello que “necesitamos” a aquello que “queremos”. Ya hemos satisfecho nuestras necesidades de productos básicos (alimentación, vestido, techo) y destinamos lo que podemos a bienes discrecionales (ocio, cultura, transporte privado, tecnologías) El número de necesidades nuevas crece más rápido que el dinero que tenemos para pagarlas y por eso estamos cada vez más endeudados y exigimos a los que nos venden “necesidades” que lo hagan barato para que podamos sufragar “deseos”.

El “dónde” se refiere a la posibilidad de encontrar productos en multitud de canales. El mismo electrodoméstico está hoy disponible en la tienda de la esquina, el hiper, la gran superficie especializada, la venta por correspondencia, o la venta directa del fabricante a través de una tienda en internet. Frecuentemente, a precios similares, aunque otras veces no. El consumidor puede utilizar muchos sistemas para recopilar información antes de salir de casa a comprar.

El “cuánto” alude a lo que pagamos por las cosas. Con la misma facilidad que se organizan caídas de candidatos y boicots al cava, hoy los consumidores se convocan para pagar menos. Existen comunidades en internet, o grupos de consumidores que frecuentan una página o lugar creado por ellos mismos, en los que intercambian información sobre cuánto pagar por un producto determinado (y dónde pagarlo) Antes ya lo hacíamos. Todos teníamos un pariente que sabía dónde se cambiaba el aceite del coche más barato, o dónde comprar perfumes decomisados. Pero la tecnología hoy magnifica este efecto al permitir que sean muchos los que intercambien esta información simultáneamente, y lo hagan a coste próximo a nada y velocidad casi instantánea.

Pero el más inquietante de todos es el control sobre el “cuándo”. Para crear marcas, esos emblemas que hacen los productos recordables, y los diferencian de otros a través de una calidad exclusiva, necesitamos la comunicación, o más coloquialmente, hacer publicidad. Si el producto es para consumo masivo, la fórmula más habitual desde hace 50 años es hacer anuncios y pasarlos por televisión. La publicidad en televisión se ha basado en un contrato tácito al que el televidente/consumidor se adhiere (no tiene más remedio porque hasta hace poco no le ofrecían otra cosa). Dicho acuerdo dicta que el consumidor tendrá contenidos gratuitos en su pantalla, pero que a cambio estos se verán interrumpidos por cortes publicitarios varias veces durante su emisión. Los consumidores/televidentes han desarrollado en el pasado estrategias para eludir el cumplimiento de su parte del contrato. Se van al baño o a la cocina al empezar el corte, y regresan más o menos hacia su fin (por eso el primer y último anuncio del bloque valen más). Los anunciantes alargan el bloque, hacen ver que lo acaban con cortinillas de camuflaje,o integran la publicidad en el contenido. Todos hacemos trampa, pero hasta la fecha no hay mejor herramienta para construir notoriedad que la publicidad en televisión.

Esto ha sido así hasta que, hace algo más de 3 años, empezó a comercializarse de forma agresiva un nuevo dispositivo, el PVR o Personal Video Recorder. Se comercializa bajo marca Tivo, Replay TV o In Out aquí en España. El PVR es un disco duro de capacidad variable (de 60 a 1000 horas) que graba la programación que lee en una parrilla electrónica como la de la TV Digital de Pago, sólo que mucho más desglosada en la explicación de sus contenidos. Permite hacer dos cosas: parar la imagen cuando suena el teléfono o hay que hacer los deberes con los niños, y reanudar la sesión ahí donde se dejó. Y la segunda es que se pueden grabar muchas más horas de programación para consumir su visionado cuando se desee, sin pagar cintas ni discos. Hasta aquí, poca novedad.

Pero además, esa capacidad de parar la imagen y reanudar, permite también la eliminación de los bloques de anuncios enteros, de principio a fin. En Japón, 18% de los hogares tienen PVRs. En EEUU, andan por 15%. En Inglaterra se ofrece como un servicio del descodificador de la TV de pago. Parece que los hogares que lo tienen ven mucha más televisión pero muchos menos anuncios, y esto es grave para el sector. El consumidor soberano ha roto el contrato de adhesión alrededor del “cuando”, y ahora hay que ofrecerle algo diferente y mejorado para que vea anuncios, o cambiar el modelo económico. De lo contrario, los anunciantes, las marcas, se irán.

Probablemente los dinosaurios también andaban peleándose entre sí cuando su entorno se vió modificado para siempre por un meteorito. También los responsables de las televisiones andan a la greña unos con otros por la aparición de un nuevo o unos nuevos canales competidores, cuando el modelo que les permite ser rentables hoy puede estar empezando su pendiente hacia el abismo.

 

Artículo de José Luis Nueno publicado en El Periódico, el día 06 de Noviembre de 2005

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