Comprar su propio empleo

El jueves, una compañera de trabajo me mostró sus billetes Barcelona/Gir- Londres para el puente de la Constitución.  Karen, que así se llama,  se va con su familia inmediata (compuesta por dos adultos y dos menores, incluyéndola a ella) a visitar a su familia extendida en el Reino Unido por 20€ a la ida y 20€ a la vuelta, más tasas, los cuatro.  Por tanto, por 40 euros la familia entera se desplaza más de 800 millas, a bordo de un avión que es más nuevo que el de Iberia, y donde además sus gestores ni nos ningunean,  ni  nos insultan a los clientes – ¿por qué utilizamos expresiones como pasajero, lector, abonado, y similares, cuando queremos decir clientes? – de la segunda ciudad de España. 

Claro, ustedes dirán que algo tan barato tiene que tener truco y, de hecho, algunos hay. Pero no muchos más que en las de bandera, ahora de banderín, tan conocidas y tan caras. Yo no he volado nunca en la que se ha ganado la confianza de mi colega, pero escribo esto mientras vuelo en Swiss, antigua Swissair, que sale de Barcelona a Zúrich en sábado, con dos horas de retraso, culpando además a El Prat, esa Ramoneta con quien todos se meten, por una  informalidad que convierte a los clientes en pasajeros.

Cuando se generalizó el uso de la aviación comercial,  iba arropada por un aura de glamour. Pilotos y personal de cabina eran una suerte de aventureros a cuyo estilo de vida aspirábamos todos. A las azafatas, mujeres jóvenes e independientes que no dormían en su casa, nadie se habría atrevido a asociarlas a camareras con idiomas. Inspiraban confianza a un pasaje que volaba raramente, y eran fuente de seguridad y biodramina. 

En ese período, las aerolíneas disfrutaban de monopolios (dentro de un “slot” había tan sólo una oferta, situación que aún se da en muchos casos). Como los precios eran elevados, se envolvían en  servicios de calidad, apreciados sobre todo por los usuarios intensivos. Spantax servía bebidas y caramelos. Yo volé en Pan Am a principio de los 70 y, como paleto homologado, salí cargado de postales, recortables,  kits de aseo, latas de Coca-Cola y Sprite vacías. Muchos europeos descubrimos los precocinados en los aviones, compramos cigarrillos americanos y perfumes libres de impuestos, por primera vez, de sus carritos.  

Las aerolíneas de bajo precio son así porque son de bajo coste. Al poner precios, estas empresas no distinguen entre clientes potenciales en atención a lo frecuentemente que vuelan, sus preferencias por servicios exóticos o su lealtad. Sus criterios al fijar precios son esencialmente de operaciones. El precio del billete depende de la ocupación de la nave, y por lo tanto, es variable.  

Quien quiere glamour, o no lo encuentra, o lo ha de pagar como un extra. El cliente al que persiguen las líneas de bajo coste es distinto a los otros. Es un usuario ocasional, tradicionalmente viaja con transporte de superficie (coches, autocares o ferrocarril), pero empieza ya a atraer a los de las líneas tradicionales.  

Las low cost  han arrastrado a las regulares a un territorio de paridad en el mal servicio o en su ausencia, poniendo de manifiesto que sus tarifas primadas no tienen justificación alguna. En el mundo de los costes bajos, las regulares exhiben una patosería que demuestra lo fuera de lugar que están. Es terrible quedarse en medio, con precios altos y servicios bajos prestados como de camuflaje, para que no se note la treta. Con los mismos retrasos, los mismos cafés, la misma roña en la tapicería y la misma actitud del personal de cabina, acabarán mandándonos a todos a las competidoras orientadas a valor.  

Algunas de estas compañçias, al ser de constitución más reciente, no tienen esas cargas y cuentan con una ejecución mucho más consistente. Cuando comentábamos lo de los precios bajos, Karen me reveló un dato: me explicó que tiene una amiga que es auxiliar de vuelo en esa aerolínea y que para conseguir su puesto le pagó a la empresa los cursos de formación que le dieron al contratarla para el puesto, en concreto unos 1.500 euros.  

Claro que bajo precio significa bajo coste, y para hacer volar aviones transportando a clientes que han pagado tan poco como 4,99 euros por trayecto hay que llevar una operación muy ajustada en costes, ocupación completa e, incluso, recibir subvenciones encubiertas de gobiernos locales y autonómicos. Pero lo de cobrar al personal por la formación necesaria para obtener su puesto de trabajo es fuerte.  

Quizá esa presión a la que los consumidores sometemos a las empresas que nos sirven está volviéndose contra nosotros cuando dejamos de ser pasaje (perdón) y nos convertimos en prestatarios de servicios (trabajadores).  

Nos quejamos del empleo precario, ¿pero cómo se llama aquél en que el trabajador se muestra dispuesto a comprar su puesto de trabajo? Especialmente, cuando esto se está dando en un país con pleno empleo, como el de esa compañía.  

Vamos a una Europa en la que las personas jóvenes capacitadas van pasando de ser un excedente a un bien escaso.  Si añadimos a eso lo de entusiasmarse con el trabajo de uno, vamos hacia una auténtica sequía. En ese entorno, pagar por la formación que presta el empleador es exponente de una motivación insólita.  

Pronto asistiremos en este mundo maduro e hipercompetitivo a la emergencia de dos tipos de empleadores: unos no encontrarán mano de obra ni pagando buenos salarios y otros hasta tendrán listas de espera y cobrarán por proporcionarlos. ¿Qué hay que venderle a un trabajador para que esté tan motivado por su puesto que hasta quiera comprarlo?  

 

Artículo de José Luis Nueno publicado en El Periódico, el día 09 de Julio de 2006

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