Shock en la despensa

“Mira Nueno; yo no voy a ganar un duro especulando al rebufo de esta escalada de los precios de las materias primas que incorporo a mis marcas. No voy a poder hacerlo, ni hubiera querido si pudiera,  porque ya me preocupa bastante la repercusión estricta sobre los precios de venta al público. Algunos de los que me consumen hoy me empezarán a compartir con la marca blanca, o hasta permitirán que me desplace  y ocupe mi lugar; si mis rivales agresivos tampoco resisten la presión sobre sus costes y se ven obligados a subir los precios , los usuarios de esa categoría migrarán a consumos alternativos y abandonarán mis categorías. Los hogares españoles van a hacer lo que sea para eludir los aumentos, porque están muy endeudados y, en el límite, pueden vivir de pan con aceite.

La mera insinuación de un móvil conspiratorio, pone al  Servicio de Defensa de la Competencia al nivel de rigor de “aquí hay tomate” y demuestra lo perdidos que estamos todos ante este shock. Llevo más de 25 años en mi negocio, y tampoco tengo una explicación convincente, ni me la dan en nuestra central de compras mundial, que aprovisiona materias primas globalmente para 80 países.  No saben a qué se debe, cuán alto puede llegar o cuánto tiempo durará”

Esta sentencia del presidente de una empresa fabricante de alimentos envasados, que lidera o tiene una posición relevante en decenas de mercados geográficos, contiene la versión más generalizada, o al menos la más difundida.   La última vez que los precios de los alimentos crecieron así,   a finales de los 1970s,  la mayoría de los máximos responsables actuales de estas empresas estaban en la universidad.

Por espacio de casi tres decenios, los precios de los alimentos se han comportado de una forma bastante regular, puntuada ocasionalmente por simas y picos,  conectados generalmente con turbulencias sobre la disponibilidad de materias primas: fenómenos como las sequías, las plagas, la enajenación mental de las vacas, o la especulación de brokers, acotadas casi siempre en tiempo y espacio, y  que  los fabricantes y distribuidores que nos alimentan han sabido capear con una cada vez más sofisticada gestión de aprovisionamiento. Tanto ha sido así, que mientras mejoraban la calidad, disponibilidad, envasado e higiene de los alimentos, sus precios se han mantenido en paridad de poder de compra.

Hace un par de años, la mayor preocupación de las empresas marquistas del sector de alimentación era el contagio del virus de la deflación, una epidemia que arrancó furiosamente en Japón y se propagó en  otras economías industrializadas bajas en defensas. Holanda, Alemania, Suiza o Portugal fueron cayendo sucesivamente. Y hace un año, aquí, ni bajo el camuflaje de una demografía expansiva y ocupada se podía disimular que la deflación había pillado también a los alimentos en España. Por ello, hasta hace sólo unos meses, el pronóstico generalizado era que la comida estaba predestinada a ser cada vez más barata.

Hoy, se paga por ingredientes como los huevos, la carne de pollo, los cereales, el aceite, o la leche entre el 10% y 30% más que en 2006.  Algunos aun no han sido trasladados al consumidor final, anuncian desde la “Interprofesional del Huevo “empeñada en convertirse, por lo que parece en la “del Huevo y Medio”. Como ellos, son multitud los proveedores que se ven en el trance de comunicar aumentos de precio estratosféricos a  sus clientes detallistas,  absortos en captar a unos consumidores que están tiesos,  a base de una agresividad en las ofertas incompatibles con las noticias que le viene a anunciar.

A las cuatro partes implicadas (productores de materias primas, fabricantes de productos elaborados, canales de distribución, y consumidores) les tienen que preocupar tres cuestiones. La primera es qué hay detrás de este pepinazo.  La segunda es si es un impacto único, o es el anticipo de una tendencia. También puede ser importante conocer si va a quedarse ahí o se extenderá a todos los productos.

Existen varios argumentos que aspiran a responder estas preguntas: ¿cuál es el origen de un salto inflacionario tan inesperado y disruptivo como intenso? Para unos es la demanda de millones de personas que empiezan a comer más y lo hacen adoptando la dieta que domina el mundo industrializado. Se nos explica que la leche se encarece porque los chinos la incorporan a su ingesta, y que el pollo o los huevos son muy apreciados por hindúes y chinos, que suponen conjuntamente casi el 40% de la población del planeta.

Los chinos constituyen el 20,5% de los humanos. En 2003, suponían el 50.8% del consumo de porcino o el 34% del de tabaco. A este paso, uno puede especular que en 10 años alcanzarán el 75% de los bypasses del mundo. Compartimos muchas pero no todas las materias primas con países como China. Pero persiguiendo el tamaño y potencial de crecimiento y del de otros grandes mercados emergentes, las marcas globales están difundiendo en el mundo el estilo de vida occidental, y con él, nuestra dieta. En el límite, si toda la humanidad la hace suya, sus ingredientes nos costarán más caros. Eso es lo que se llama morir de éxito.

El caso de los cereales ilustra otro de los pilares de este brote inflacionario. Escuchamos que los precios de los cereales aumentan por una combinación de causas tradicionales (sequías en algunos de los mayores productores del mundo) y por otros que son innovadores. Con los precios del petróleo disparados se apunta a la producción de biocombustibles como la responsable del  aumento del precio del maíz, y en menor medida, del trigo. Sin embargo, los precios se han disparado como si el precio de los cereales de repente pasara a fijarse en paridad a su equivalente en petróleo. Es decir, casi como si ya no quedara petróleo. El caso es que muy pocos coches circulan con etanol, y aun han de pasar muchos años para que sea así. El del impacto de los biocombustibles, hoy en día,  tiene todos los ingredientes de una burbuja.

Otra de las justificaciones es más preocupante, y tiene también un trasfondo energético, como la anterior. El ticket alimentario depende cada vez más del precio del petróleo. Los alimentos llegan cada vez de más lejos; cada vez están más envasados, y utilizan más polipropileno; hay quien ha establecido una relación entre la inflación de los ingredientes y su consumo de energía. El petróleo permite que en China se consuma cada vez más leche y que en Girona se consuman más lechugas cortadas y envasadas en plástico.

Si las tiendas de descuento seducen a cada vez más españoles, el tipo de sociedad en la que vivimos nos hace más susceptibles al gasto.

Consumimos envases cada vez más fraccionados. Un litro de gazpacho en brick vale poco más del doble que una dosis de 175 ml. Más consumo del segundo se traduce en precios más elevados.

Los productos saludables ocupan secciones enteras de las tiendas. Son los denominados productos funcionales y van primados.

Los distribuidores también pueden llegar a contribuir a que suban los precios. En EEUU, tiendas de descuentos como Target están lanzando marcas, que siendo propias, no anuncian como tales. Con calidades mejores, buscan servir a un consumidor orientado a precio pero quiere verse sorprendido, o regalarse algo de tanto en tanto.

En España estamos asistiendo a un proceso paralelo, aunque distinto. Formatos de descuento que vendían su marca propia en exclusiva están añadiendo a sus colecciones decenas de marcas líderes, mientras otros en los que estas tenían una presencia modesta la están ampliando.

La propia dinámica del mercado puede apuntar en dirección de que la comida sea más cara. A lo largo de 30 años, en España, el poder en el mercado se ha trasladado de un sector de fabricantes marquistas muy fragmentado, a los distribuidores y más tarde hacia los consumidores. En el último decenio, las fusiones entre fabricantes y las que se han producido entre distribuidores han dado lugar a que en cada producto, uno, o unos pocos fabricantes y algunos distribuidores hayan concentrado todo el poder. Quizá en esta situación el consumidor tenga que cederles el suyo y acabe pagando la comida cara.

 

Artículo de José Luis Nueno publicado en Dinero – La Vanguardia, el día 23 de Septiembre de 2007

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