Déjeme que consulte al encargado

De acuerdo a lo que ves por ahí y lo que te cuentan los colegas que se ganan la vida vendiendo a los consumidores, la situación es preocupante. Esa desazón es más generalizada entre los ofertantes de bienes discrecionales (por ejemplo, el textil) y sobre todo, de ticket medio hacia arriba. Es decir, electrodomésticos, electrónica, automóvil, y por supuesto, inmobiliario.  En los productos de primera necesidad se nota menos, e imagino que la inflación que les afecta confunde todavía volumen y valor.

Lo verdaderamente inquietante es que en un año en que hay Copa de Europa, Olimpiadas, la segunda temporada de Los Sarkozy,  TDT, y muchas más excusas que nunca, no se vendan pantallas planas.

Las noticias que llegan de otros mercados (casi sin excepción, todos los industrializados) confirman la apatía del consumidor. Una que resulta sorprendente es que en los EEUU, las grandes cadenas de distribución están aceptando el regateo de sus patronos, desviándose del modelo de precios fijos, públicos y dictados unilateralmente que es el más extendido . La lentitud de las ventas, y la acumulación de inventarios se han citado con la cultura emergente de comparar precios,  acudir habitualmente a subastas, y recoger exhaustivamente información, todo ello en la red, han convertido la necesidad en virtud, y apoderado a un consumidor quien, excluido del crédito, se aplica a una tarea que la evolución comercial desterró hace decenios y recluyó en sectores desprestigiados

A los españoles mayores de 40,  no les tiene que sorprender el regateo como mecanismo de fijación de precios. Lo hemos visto hacer y lo hemos hecho nosotros. Pedir descuentos; negociar gangas a cambio de aumentar el ticket de compra, o especialmente, la variedad de lo que se compra; regatear por el precio de un coche, de una joya, de un trabajo de fontanería, la instalación del ADSL, o la compra de un equipo de música, son tareas culturalmente aceptadas aquí. Contra bancos o inmobiliarios. En las perfumerías no había ni que regatear, ya que incorporaba el 10% o más de manera automática. De hecho, los españoles aprendimos a consumir a base de negociar. Si eras catalán, tenías además, dos lugares para practicar: Andorra y “más barato que Andorra”.

En el mercadillo de ambulantes y el mercado de payeses, el regateo era  norma, y el precio fijo y público, la excepción.

El sentido común indica que cualquier detallista optimiza su rentabilidad si obtiene, por el mismo bien, un precio diferente de cada comprador: aquel que captura lo que cada uno está dispuesto a pagar. Abandonar el regateo a favor de los precios fijos deja menos dinero en la caja del comerciante ya que algunos compradores habrían estado dispuestos a pagar más por lo qye se llevan, y otros, en cambio,  se lo hubieran comprado si hubiera costado algo menos.

La expansión de las tiendas  obligó a pasar de un modelo de precio negociado a otro de precio fijo, público y dictado. Es difícil imaginar cómo se puede capacitar  a centenares de encargados de una cadena en expansión,  en materia de costes y márgenes de lo que venden, el impacto del precio neto  sobre la rentabilidad de la empresa, o transmitir la colección infinita de intuiciones que traducen los manierismos de los consumidores en pautas que optimizan el resultado de la negociación. Por tanto los costes de coordinación de las cadenas  acabaron con el regateo. En unos países a mediados del siglo XIX, con la aparición de los grandes almacenes. Aquí un siglo y pico más tarde. Intriga que, después de desterrar una forma secular de transaccionar, podamos estar en ciernes de recuperarla.

 

En general los consumidores prefieren no regatear, aunque sea aburrido. De entre los dos tipos de compradores, temen acabar entre los que acaban pagando más. Existen muchos tipos de regateadores. El más generalizado es el que no siente ningún tipo de afección hacia el comerciante que le sirve. No va a volver ahí, y le da igual asumir la incorrección que supone cuestionar el precio que se ha fijado, o transgredir los usos culturales. Que un español regatee en Rossi y Caruso en Buenos Aires es tan bestia como que lo haga uno de Iowa en Loewe en Barcelona. Como solemos asociar el regateo con una forma primitiva de comercio, en lugares exóticos, seguimos más la recomendación de regatear que la de no comer de puestos en la calle. Si un comerciante le da un descuento a un cliente no habitual, en particular uno que evidentemente lo tiene difícil para volver, se equivoca.. Lo más probable es que no le vea más. Como existen comerciantes que buscan precisamente eso, no es extraño encontrar regateo en los lugares turísticos, por ejemplo.

Existe otro grupo de regateadores. Quizá son los más complejos. Se trata de clientes frecuentes, que creen que están entre los mejores de una tienda que no hace descuentos, pero sospechan que ésta no les reconoce como predilectos. Esperan el descuento como muestra de que no es así. Este no tiene un contenido económico, sino emocional. Cuanto más personalizada sea la atención que recibe ese cliente, mayor es la venta. Individualizar el precio aquí es un hito más en la gestación de una relación. Lo malo es que este cliente no quiere regatear para su cuenta corriente, sino para contarlo. De hecho, para exagerarlo, comprometiendo por tanto la estrategia de precio fijo si se difunden las excepciones. Es probable que a corto plazo el cliente se haga más leal, pero su destreza le vuelve un oportunista.

Hay todo tipo de tretas para negociar descuentos. Seleccionar a un dependiente bondadoso. Construir una falsa intimidad con el dueño o encargado ausente. Pertrecharse de información sacada de Internet. Inventarse precedentes en esa u otra tienda de la cadena. O amenazar con irse. Sin embargo, es muy extraño que alguien deje de comprar porque no le dan descuento.

Algunos detallistas de mucho éxito han hecho de una política de precios fijos e innegociables su buque insignia. Es improbable que la crisis les obligue a cambiarla. Pero si hay que reconocer que cuando el dinero se siente cómodo dentro del billetero de los consumidores hay que pensar formas de hacer la compra más divertida.

 

Artículo de José Luis Nueno publicado en Dinero – La Vanguardia, el día 13 de Abril de 2008

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