Comprar para ahorrar

Daniel Miller es un antropólogo que ha pasado miles de horas acompañando a personas de toda condición en sus viajes de compra a comercios de todo tipo.

Miller clasifica la experiencia de compra (lo que hoy se llama “shopping”) en dos grandes grupos.  En primer lugar, los menos, entre estos viajes o actos de compra tienen como fin “el premio” a uno mismo o a aquellos para quienes se compra.  Por exclusión, los restantes que son muchos más, los hacemos para “ahorrar”: comprar para ahorrar suena a contradicción, pero resulta útil para entender la caída del consumo que atraviesan todas las economías avanzadas del mundo y la nuestra con más intensidad.

La persona a cargo de las compras, muchas veces una mujer, las hace para sí o, más frecuentemente, asumiendo la responsabilidad de velar por el bienestar aprovisionando para otros.  Los productos para premiarse se separan del resto de la compra y son un bien o servicio que queda fuera de la cobertura de necesidades básicas y del uso prudente del presupuesto familiar.

El comprador oculta la existencia e importe de “los premios”, más aún si se los otorga a sí mismo, ya que son resultado de un impulso.  El resto de las compras, lo que llamamos “ahorro”, es explícito y se convierte durante las recesiones en el tema más popular de conversación: “me he ahorrado tanto comprando en la tienda X o la marca Y…” escuchamos.

Las personas mayores dominan la compra de “ahorro” ya que tras su jubilación, entran en una recesión a escala personal, con lo que eludiendo los premios, las compras de ahorro monopolizan el presupuesto.

Tomando la compra de alimentos como ejemplo, los mayores les dedican más tiempo.  Van más frecuentemente a las tiendas y cada vez más a las de descuento.  Previamente planifican la compra: leen folletos y redactan listas que respetan escrupulosamente.  Al comprar frecuentemente, se pueden ajustar más a su consumo real e inmediato, reduciendo mermas que van a la basura.  No compran envases familiares más económicos, pero sí dosis individuales (más caras en peso, pero que acaban saliendo bien al eliminar las sobras).  Intentan comprar las marcas más baratas, del distribuidor o lo que esté de oferta.  Pagan en efectivo y, llevan en el monedero lo justo para esa compra.  Y si es posible, se hacen acompañar por el cónyuge u otra persona, ya que, si a uno le gusta ir de tiendas es fácil que el otro lo deplore, haciendo más difícil caer en la tentación de ceder a la compra de impulso.

Esos comportamientos de los mayores han ido sofisticándose con la proliferación de formatos, la mayor variedad de producto, opciones de marca, servicios y precio pero son reglas que sirven a viejos y jóvenes a superar las tensiones sobre la renta disponible durante las recesiones.

A lo largo de este decenio, los españoles han “ahorrado” mucho en la compra de productos esenciales, y gastado mucho en premiarse.  Los costes de alimentos, del dinero, la energía, la música grabada y las películas, prensa escrita, ropa, salud, electrónica…  fueron, con la perspectiva de los acontecimientos recientes, bajos.

Nos hemos premiado con vacaciones en lugares exóticos, coches más potentes, dientes más blancos y postizos que nunca, o electrónica barata producida en algún campo de concentración asiático. Hemos ahorrado tanto que ahora ya no podemos premiarnos más, sino aplicarnos como nunca en hacerlo de verdad.

Ese flujo que traslada los recursos de las compras en que se ahorra a los premios se ha interrumpido por dos causas.  En primer lugar, la inflación complica la tarea de ahorrar.  De repente, los bienes necesarios no sólo no permiten ahorrar sino que se convierten en demandantes netos de recursos: vivienda, energía y sustento pasan de origen a destino de gasto.  Por otra parte, muchos de los “premios” que se habían hecho asequibles porque  también habían bajado sus costes, (las aerolíneas de low cost, o la cirugía estética de masas) los habían podido fraccionar a través del endeudamiento, o eran incluso gratuitos, han dejado de serlo repentinamente por el impacto de la inflación y la desaparición del crédito.

Los mercados se han vuelto caros y el comprador se ve obligado a buscar fórmulas más económicas.  La penetración de las marcas de distribuidor; la consolidación de los formatos de descuento; son ejemplos de respuestas a un mercado que seguirá consumiendo, pero tiene que buscar un modelo nuevo para hacerlo.

Los mercados de premio lo tienen peor, porque si somos o nos sentimos empobrecidos tenderemos a contener los impulsos de gratificación. La clase media (que en los buenos tiempos hacía excursiones frecuentes y prolongadas al mundo del premio) aspiraba por marcas mejores y artículos de lujo.  Este grupo, el más influyente en el consumo, ha dirigido este año su mirada a la abundante oferta de descuento, y la está adoptando.

Sin embargo, el mercado del premio tiene unos patronos fieles, que son aquellos que han consumido siempre productos con marcas prestigiosas, o aquellos que, sin haberlos comprado antes, cuentan repentinamente con los recursos para hacerlo y los destinan al aval social de su ostentación.

Por ello, recientemente se ha comprobado que el sector del lujo, aunque afectado como todos, muestra una notable robustez.

Además de hacerse asiduos del comercio de descuento, otras tácticas que emplean los hogares de clase media son comprar en establecimientos que sirven a familias (y no a individuos) ya que aquellas pasan más tiempo en las tiendas, conocen más las ofertas, y reprimen mejor la compra de impulso.  También comprar en áreas en las que hay muchas tiendas grandes próximas, y mejor aún, alejadas de barrios acomodados.  Las tiendas grandes o de cadenas obtienen mejores condiciones de compra, y si están próximas entre sí, la competencia les obliga a trasladarlas a los consumidores a través de los precios bajos a los consumidores.

La colección de categorías de gasto discrecional que son objeto de tácticas por parte de  los consumidores es inagotable.

La joyería y los zapatos son los rubros que aguantan en la media docena de mercados consultados; en textil, la ropa polivalente (aquella que se puede emplear para trabajar, para salir formal e informalmente) se impone en los escaparates: el LBD o “little black dress” (vestido negro corto) es un ejemplo; recibir en casa en lugar de salir a cenar; los implantes dentales se piden menos, y se vuelve a soluciones más económicas como las prótesis removibles (puentes).

La laca de uñas, como la barra de labios que les propuse hace unos meses en esta sección está a niveles de venta históricos.  También las cremas bronceadoras a las que recurren aquellos a los que la inflación y la recesión han dejado sin vacaciones al sol.  Y los perfumes, que como me contaba un ejecutivo del sector, son un buen segundo regalo cuando todo va bien y un primero excelente cuando se tuercen las cosas.

 

Artículo de José Luis Nueno publicado en Dinero – La Vanguardia, el día 21 de Septiembre de 2008

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