Empresas providencia: entre Estados insolventes y ciudadanos despiadados

En los primeros meses de esta recesión su explicación más extendida, desde Reykiavik hasta el Cabo de Gata, era algo así como que el comportamiento irresponsable de algunas grandes corporaciones había puesto de relieve los riesgos del libre mercado y al capitalismo en entredicho. Este discurso, pensamiento único en otoño de 2008, era expuesto no sin un punto de satisfacción por los partidarios de la intervención del Estado en la Economía, que ante la evidencia de los efectos tóxicos del libre mercado encontraba por fin su justificación.

 

Con este argumento se intervino la banca y el sector de automoción en la economía capitalista más grande e independiente del mundo, la de los EE.UU. En Europa, Gordon Brown proclamaba que los que creían en el poder del Estado sobre el Mercado nunca más tendrían que pedir perdón por ello, ni permiso para ejercerlo, al tiempo que entre Febrero y Octubre de 2008 nacionalizaba entre la mitad y la totalidad de Northern Rock, Royal Bank of Scotland o Lloyds, y creaba un fondo de rescate casi billonario, interviniendo de hecho la totalidad de la banca británica. Y en mayor o menor extensión, este proceso se repetía en el resto de Europa. El Estado volvía a imponerse: lo privado sujeto a lo público, tutelado como un incapacitado legal.

 

En 2011, la situación es muy diferente. En un reciente artículo, Nicholas Baverez, el historiador y economista francés, argumenta que en ese y otros países la prolongación de la crisis ha creado déficits públicos de unas proporciones tan magníficas, que ha reducido el margen de actuación de la política económica y endosado al dominio de la empresa, de manera tan rápida como no solicitada, la financiación e incluso la prestación de muchos servicios que las arcas públicas vacías no pueden seguir sufragando.

 

De acuerdo a Baverez, el Estado le pide hoy a la empresa que asuma la transformación de la sociedad. Que mantenga los puestos de trabajo aquí; que lo haga más igualitario y conciliable (en favor del crecimiento demográfico); que proporcione empleo a los parados de larga duración, estén dónde estén; que haga lo propio con los trabajadores más mayores, y con los jóvenes que salen del sistema educativo a por su primer empleo (exigencia apremiante en el caso de aquellos que no han querido, no han podido acceder o han sido rechazados por escuelas y universidades mayoritariamente públicas); que invierta en bienes de equipo modernos, medioambiental y energéticamente sostenibles; que ponga en marcha programas sanitarios preventivos en sus cantinas… La lista es extensa, y aumenta cada día.

 

Nada de esto es nuevo ni contrario al comportamiento de la gran mayoría de las empresas europeas, que llevan años poniéndolos en práctica. Entre los impuestos y las cargas de todo tipo (las de esa buena ciudadanía, y las que se imponen a unas para subvencionar otras) las empresas europeas se han convertido en un “anexo al Tesoro Público” lo que el autor francés llama  “empresas-providencia”.

 

Lo que resulta sorprendente es el aplomo con el que por iniciativa propia o con el pretexto de que las Merkeles, los Obamas o los FMIs no les dejan alternativa, y en cuadrilla con rivales políticos, sindicatos, medios y “expertos”, quienes gobiernan lanzan globos sonda a la ciudadanía insinuando el principio del fin de prestaciones y derechos antaño sagrados, como la sanitaria y  la de educación o las pensiones y buscan en las empresas-providencia un lugar en donde descargarlas cada vez en mayor cantidad. Ante este peso añadido, la innovación, internacionalización, competitividad, y la defensa de su mercado doméstico frente a rivales menos lastrados de orígenes próximos y lejanos, se hace cada vez más difícil para las empresas providencia.

 

Los ciudadanos, por su parte, no se sienten en deuda con ellas. De hecho, no les pasan una. Cuando intentan trasladarles el coste de sus cargas providenciales a través de precios más altos, las abandonan por otros más asequibles, o simplemente, esperan a que los bajen. Los mismos que como ciudadanos demandan responsabilidad a las empresas providencia y sus marcas y esperan que inviertan, innoven, mantengan puestos de trabajo, sean sostenibles y comprometidas con su comunidad, y contribuyan al bienestar del barrio, ciudad o del país en el que viven, cuando se transforman en consumidores son implacables, olvidadizos y cínicos. Buscan, rebuscan y comparan precios, y no invierten una fracción de ese tiempo ni atención en ponderar si lo que se compran está hecho por aquellos que les han hecho creer son responsables de proveer y proteger la continuidad de su estilo de vida, de su sistema de bienestar, o por los que poco a poco, se lo están cargando. Y, con más ventas y menos obligaciones, con tecnologías y productos mejores, aun más económicos e innovadores, éstos últimos se acabarán imponiendo a los providenciales.

 

Este riesgo es aun más serio para las empresas más débiles, aquellas que no han sabido o no han podido sacar a tiempo sus fábricas, ni conquistar los mercados y consumidores de otros países donde las condiciones ambientales no son tan desconsideradas. La verdad es que, para aquellas que hayan podido hacerlo, las oportunidades que traen los mercados globales son extraordinarias, como nunca antes. Pero las que se hayan quedado aquí, sirviendo a un consumidor oportunista y empobrecido, no merecen ser convertidas empresa-providencia ni por éstos ni por quienes les gobiernan.

 

Artículo de José Luis Nueno publicado en Dinero – La Vanguardia, el día 20 de Febrero de 2011

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